Bailar tiene algo en común con el escalofrío. Esa descarga del aire electrizado que nos atraviesa el cuerpo y libera el gesto de la decisión consciente. Bailar tiene también algo en común con el bostezo. Esa mueca íntima y empática a la vez que nos estira, deforma y alivia.
Sobre todo, el baile, al igual que el escalofrío o el bostezo, no puede prohibirse.
Puede ser objeto de regulaciones, limitaciones, protocolos o etiquetas, pero se seguirá manifestando como una reacción en cadena que conecta las profundidades de nuestro ser con lo que nos rodea.
Incluso en estos tiempos de pistas vacías, verbenas pospuestas y carteles de “prohibido bailar”, hemos danzado dentro de las paredes domésticas las coreografías de nuevas rutinas y roces, de los pasitos pa’lante y pa’tras de las estadísticas víricas, de los rituales de balcón y del uso del espacio público por turnos, como si se tratase del corro de una jam.
Hemos bailado por videoconferencia, redes sociales, en espacios virtuales y digitales de todo tipo, hemos celebrado fiestas online y vivido nuevas dimensiones del encuentro musical.
También las coreografías sociales de la injusticia, la exclusión y la opresión se han reproducido dentro y fuera de los estados de alarma: algunas personas han seguido el ritmo y el zapateado de la norma, otras el descompás de la lucha y la resistencia.
En este 2020, ritmado por los Valses de la distancia de seguridad, las Macarenas del gel hidroalcohólico, las Congas de las colas de espera y los Chotis de las mascarillas, hemos re-descubierto de qué manera nuestras vivencias tienden a expresarse, reflejarse y sincoparse en la pista, sea esta un club, nuestra cocina, un descampado o una aplicación para videollamadas.
A la vez, volvemos a descubrir el baile como frontera en la que se encuentran fuerzas contrapuestas: por un lado un poder agregador y una extraordinaria fuerza en la construcción de comunidades, y por otro una monumental capacidad de disparar controversias. En síntesis, podemos encontrar en el baile una fuerza que centrífuga lo existente, lo agita, lo trocea y lo amalgama.
Ciudad Bailar es un programa artístico que propone un acercamiento a estas ideas, pensando el baile como hipérbole de nuestras vidas, como expresión material y simbólica de un imaginario instituyente que nunca puede ser políticamente neutral, como laboratorio que construye mundos a través de la exageración.
Aunque el sentido de la palabra “exagerar” parezca hoy unívoco, encontramos en su etimología una ambigüedad interpretativa interesante. Disponemos de dos interpretaciones sobre su origen: la primera remite a los términos latinos ex (fuera de) y agger (dique, arcén) que lleva al uso metafórico de “desbordar los límites de lo real”. La segunda establece su origen en el verbo exaggerare, que significaba “levantar, acumular para construir una barrera”, de donde procedería el sentido de “amplificar, agrandar lo real”.
Las imágenes evocadas por esta palabra nos invitan a pensar en la potencia del baile para producir variaciones de la realidad, amplificar los cuerpos y desbordar las identidades. Si ahondamos en la segunda interpretación etimológica de la palabra “exagerar”, sin embargo, podemos llegar a preguntarnos: ¿qué barreras levantan nuestras exageraciones danzantes? ¿Nos protegen y hacen nuestra realidad más vivible o reafirman el orden establecido?
Entre estos dos polos aparentemente opuestos: la barrera y el desborde, la constricción y la amplificación, la protección y el exceso; se inserta el horizonte artístico e investigador de Ciudad Bailar, un programa fundado en la promiscuidad de las disciplinas artísticas, en la mezcla, la heterodoxia y la interseccionalidad.